Aquello era para vivirlo. La gente enloquecía como si tirasen maná del cielo. Saltaban al agua de aquellas playas de Valencia como si huyesen de uno de los jinetes del apocalipsis y lo hacían con una mezcla de alegría y ansiedad. Un subidón de adrenalina en plena paz y tranquilidad playera.
Así, de repente. Ahí venía el avión. La gente como que lo identificaba rápido. Saltaban de sus sillas como un resorte, daba igual todo. Querían coger antes que nadie alguna de esas putas pelotas de Nivea que alguien lanzaba desde un avión a sabiendas de que la estaba liando parda. El caos en Levante ocurría cuando ese avión volaba bajo y se creaba ese ambientillo de confianza e ilusión en la arena y de repentina enemistad eterna en el agua. Esa pelota tenía que ser para ti, no para el tirillas que se te adelanta siempre. Había disputas y malos rollos en el agua. Se vió alguna que otra hostia y no era para menos. Había mucho Yiyi Malasartes haciendo de las suyas.
Por mi parte, siempre quise conocer a quien tiraba esos balones. Un trabajo tan cojonudo como el suyo merece estar en el currículum de todo mutante infraser que se precie. En mi caso, tras haber sido entre otras muchas infamias, cuentapersonas del metro, repartidor A PIE de pizzas a domicilio, repartidor de publicidad pornográfica en estadios, ingeniero de depuración de aguas residuales (el espanto), coordinador de ex-convictos, comercial de pegamentos, encuestador sobre motocultoras y vinos rancios y dependiente de la tienda disney con ropa XXXL y chapa de Osvaldo (sin ser mi nombre), creo que evidentemente puedo afirmar que me falta en mi brillantísimo currículum lanzado al estrellato ese fantástico trabajo de creación de caos que fue el de tirador de balones de nivea.
Me lo imagino ahí al tío, con gran placer, un balón, otro y otro, todos para fuera, y venga balones. Ahí, el tío viendo desde las alturas como la horda de zombis de balones de nivea se juega la vida haya corriente o no, para cogerlos. Me lo imagino inflándolos todos los días hasta el desmayo en pleno vuelo, el pobre. Y recuerdo bien esos momentos de magia deportiva en los que veíamos a la gente nadar hasta la extenuación para cogerlos en zonas en donde ya no se hacía pié. Acojonantes escenas, padres, madres, chavalines, todos desbocados en una carrera muy yonki en la que lo más importante era adelantarse siempre al ser que se interpone en tu objetivo balonil haciendo LO QUE HAGA FALTA.
Esos balones no estaban mal, la verdad es que aguantaban sin pincharse bastante tiempo. De entre las tremendas postales para el infausto recuerdo de mi infancia, yo jamás cogí una, de hecho en mi familia solo un primo mío consiguió la azaña de conseguir uno de esos balones, el cual, por cierto, debería estar expuesto en el mejor lugar de la casa por el tremendo estrés que tuvo que pasar mi primo para rescatarlo de las garras de otros bañistas. El balón no se cogía. Se cazaba.
Me quedo con las ganas de haber sido ese creador de caos gratuito y brutal pero quien sabe, dada la perspectiva de este país lo mismo agrando mi currículum algún día con semejante obra maestra de trabajo.