Una mezcla de fenómenos inusuales, una concentración muy específica de humedad en el aire, el momento justo de atardecer y un increíble y precioso doble arco iris púrpura con el cielo profundamente rosa. La escena más pulp del mundo se presenta ante ti y te dan ganas de coger el viejo cadillac de tu padre a escondidas e ir a la hamburguesería a ver a Lucy Pellizcos, que te hace tilín desde que terminaste el instituto. Y lo haces. Ahora o nunca. Trepas. Estás fuera. Te escapas de casa por la casa-árbol, las llaves están puestas. Es tu momento.
Conduces hasta el Rosie´s Diner y te cruzas con Billy Bob y sus cinco amigos chalados que te recuerdan el gran touchdown que os dió la victoria contra Michigan el pasado miércoles. El policía te reconoce en la entrada al cruzaros y tú, siendo el quatterback, no sabes qué decir porque no quisiste irte con su hija, la jefa de las animadoras. Preferiste siempre a Lucy porque ella es una persona única, más guapa, y más rara y tú lo ocultas porque eres el hijo del Senador McCloudy y toda tu puta vida debe ser recta, pero te va lo raro, lo profundamente raro, y disfrutas de esas rarezas desde que a hurtadillas veías al microscopio todo bicho que caía en tus manos, allí en el mundo de tu alcoba donde nadie te molestaba. Conduces hasta el parking porque sabes que Lucy estará allí en el restaurante, tomándose un estimulante refrigerio de cereza esperando su turno en la gramola con sus dos amigas, Moanette y Giraid, ambas francesas y hablando de chicos, dimes y diretes.
Dejas tu cadillac, y oyes el rechinar del aparcamiento del amor, situado a no muchos metros en donde medio instituto está viviendo momentos increíbles y subes esas escaleras blancas y negras con el ánimo de saber si está, y la ves de lejos. Sabes que ella es tu chica y que vas a conquistarla. No tienes ni idea de cómo.
Pero cuando entras, es su turno de gramola y ella va a echar esos 50 centavos de dolar que le quedaban para que suene su querido Elvis y tú vas directo hacia allá, sin correr porque el destino es así de increíble y no hay ni un solo movimiento forzado, vuestros brazos fluyen en un vals precioso sin que ella lo sepa, vuestras monedas se besan y os cruzáis las miradas. Tu moneda entra primero y le pones esa canción del rey que sabes que tanto le chifla, y vuestros ojos se comen en esos instantes eternos en donde ambos sois solo un ente en medio de ese arco iris doble de colores morados, con un cielo rosa como nunca antes nadie había visto. Ese era tu momento.